Fragmento de ‘Morir lo necesario’, de Alejandro G. Roemmers – SEMANA

Con suspenso y gran prosa, el autor argentino aborda preguntas difíciles sobre la confianza, la amistad, la familia y las consecuencias de las decisiones que la gente toma a diario. Editorial Grijalbo.

CAPÍTULO UNO

 

—Si pudieras elegir dónde vivir, cualquier ciudad del mundo, ¿dónde sería? Nervioso en cuanto detuvo el coche, había dicho lo primero que le vino a la mente. Lo que fuera con tal de recuperar ese aire dichoso que habían compartido toda la noche. En el oscuro silencio, el semáforo rojo también parecía esperar respuesta. Leticia frunció el ceño, curiosa. —¿Y esa pregunta a qué viene? —Qué sé yo —Miguel forzó una sonrisa—. Pregunto por preguntar. Leticia se quedó pensando. Al cabo de unos segundos, se cruzó de brazos y dijo: —París o Nueva York. No me puedo decidir. —Tenés que elegir. Dos es trampa. —Uh… Bueno. Okey. Dejame pensar… —decidió pronto—: creo que Nueva York. —¿Creo? —preguntó Miguel. —Estoy segura —confirmó—. Manhattan, para ser más específica. Un departamento con vista al Central Park. —Leticia hizo un ademán hollywoodense, como imaginando esa vida de ensueño—. Ahora te toca a vos. El semáforo volvió a tornarse verde.

—Buenos Aires me alcanza y sobra —dijo, pisando el acelerador por la avenida. No podía creer su suerte. Había pasado toda la noche temiendo cometer un error, el más mínimo, que rompiese esa escena onírica. Contra todo pronóstico, lo había logrado. Además, jamás había pensado poder ver un BMW M5 lo suficientemente de cerca como para poder tocarlo. Ahora maniobraba el volante de uno, como si fuera suyo. Y Leticia… ¿Cuánto había sufrido al intentar hacerse de suficiente valor como para invitarla a salir? De hecho, nunca pudo. Fue ella quien propuso la cita. Una invitación casual, a la salida de un examen, cuando sus compañeros ya habían dejado el aula atrás, y se encontraron repentinamente solos. Una sonrisa fácil, un ¿hacés algo el viernes a la noche?, que culminó en el restaurante Kasoa y en una velada larga, de conversación repleta de risas, como si ambos se conocieran de toda la vida. —No seas tan aburrido —se burló Leticia. —¿Aburrido? —soltó Miguel, fingiendo indignación. —De todas las ciudades del mundo, ¿elegís Buenos Aires? Esa es la respuesta de una persona aburrida. Todo un planeta por conocer, y elegís la ciudad donde naciste… Miguel se rio. Estuvo a punto de decir algo, pero ella se le adelantó: —¿Sabés qué? No te creo. —¿No me creés? —Ni un poquito —le ofreció una sonrisa pícara, que lo desarmó. Miguel dio un resoplido. —No sé a dónde me iría. —¿Entonces te quedarías en Buenos Aires? —No —murmuró—. Buenos Aires, no. La verdad es que detesto Buenos Aires. Ella alzó una ceja, curiosa. —Detesto es una palabra bastante fuerte.

 

—Sí. Ya sé. —¿Y por qué no te vas? —No puedo… mis viejos… —empezó, pero en lugar de terminar la frase aceleró para adelantar a otro auto. Leticia no insistió. Había escapado, pero de nuevo sentía la amenaza del silencio. Se concentró en el coche, en la sensación de dominio que le daba conducirlo. Y recordó lo que sentía cuando tocaba la guitarra: la misma confianza, el mismo control sobre un instrumento que respondía a cada toque de sus dedos. Como la palanca de cambios del M5. Atravesaban juntos las calles de una Buenos Aires curiosamente silenciosa esa noche. Al otro lado del parabrisas, se sucedía una seguidilla de autos bañados en la luz amarillenta de los faroles que bordeaban la Avenida del Libertador. Tenía a Leticia a su lado, sentada en el asiento del acompañante. Sin embargo, el apoyabrazos de cuero parecía una frontera infranqueable. La miraba de reojo mientras ella escribía en su teléfono celular. Todo había ido tan bien, aunque… Leticia soltó un gruñido, como frustrada. Dejó el celular de lado, se corrió un mechón rubio de la frente y se puso a mirar por su ventanilla. —¿Todo bien? —preguntó Miguel. —Sí. Él se estremeció. ¿Acaso había hecho algo para hacerla enojar? —¿Segura? —Sí, segura. Mi mamá se puso un poco pesada, nada más. —Ya casi llegamos. Digo, por si tu mamá está preocupada porque es tarde o algo así. Leticia se encogió de hombros, su vista todavía perdida en el paisaje afuera. Miguel suspiró con alivio. “Menos mal”, pensó. El problema no era con él. Dobló la esquina para dejar Avenida del Libertador atrás y adentrarse en la zona de Palermo Chico. —No es eso… Nada, nada. No importa —masculló, y giró para mirarlo—. La pasé espectacular. No quiero que se termine la noche.

 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

Fragmento de ‘Morir lo necesario’, de Alejandro G. Roemmers – SEMANA

Con suspenso y gran prosa, el autor argentino aborda preguntas difíciles sobre la confianza, la amistad, la familia y las consecuencias de las decisiones que la gente toma a diario. Editorial Grijalbo.

CAPÍTULO UNO

 

—Si pudieras elegir dónde vivir, cualquier ciudad del mundo, ¿dónde sería? Nervioso en cuanto detuvo el coche, había dicho lo primero que le vino a la mente. Lo que fuera con tal de recuperar ese aire dichoso que habían compartido toda la noche. En el oscuro silencio, el semáforo rojo también parecía esperar respuesta. Leticia frunció el ceño, curiosa. —¿Y esa pregunta a qué viene? —Qué sé yo —Miguel forzó una sonrisa—. Pregunto por preguntar. Leticia se quedó pensando. Al cabo de unos segundos, se cruzó de brazos y dijo: —París o Nueva York. No me puedo decidir. —Tenés que elegir. Dos es trampa. —Uh… Bueno. Okey. Dejame pensar… —decidió pronto—: creo que Nueva York. —¿Creo? —preguntó Miguel. —Estoy segura —confirmó—. Manhattan, para ser más específica. Un departamento con vista al Central Park. —Leticia hizo un ademán hollywoodense, como imaginando esa vida de ensueño—. Ahora te toca a vos. El semáforo volvió a tornarse verde.

—Buenos Aires me alcanza y sobra —dijo, pisando el acelerador por la avenida. No podía creer su suerte. Había pasado toda la noche temiendo cometer un error, el más mínimo, que rompiese esa escena onírica. Contra todo pronóstico, lo había logrado. Además, jamás había pensado poder ver un BMW M5 lo suficientemente de cerca como para poder tocarlo. Ahora maniobraba el volante de uno, como si fuera suyo. Y Leticia… ¿Cuánto había sufrido al intentar hacerse de suficiente valor como para invitarla a salir? De hecho, nunca pudo. Fue ella quien propuso la cita. Una invitación casual, a la salida de un examen, cuando sus compañeros ya habían dejado el aula atrás, y se encontraron repentinamente solos. Una sonrisa fácil, un ¿hacés algo el viernes a la noche?, que culminó en el restaurante Kasoa y en una velada larga, de conversación repleta de risas, como si ambos se conocieran de toda la vida. —No seas tan aburrido —se burló Leticia. —¿Aburrido? —soltó Miguel, fingiendo indignación. —De todas las ciudades del mundo, ¿elegís Buenos Aires? Esa es la respuesta de una persona aburrida. Todo un planeta por conocer, y elegís la ciudad donde naciste… Miguel se rio. Estuvo a punto de decir algo, pero ella se le adelantó: —¿Sabés qué? No te creo. —¿No me creés? —Ni un poquito —le ofreció una sonrisa pícara, que lo desarmó. Miguel dio un resoplido. —No sé a dónde me iría. —¿Entonces te quedarías en Buenos Aires? —No —murmuró—. Buenos Aires, no. La verdad es que detesto Buenos Aires. Ella alzó una ceja, curiosa. —Detesto es una palabra bastante fuerte.

 

—Sí. Ya sé. —¿Y por qué no te vas? —No puedo… mis viejos… —empezó, pero en lugar de terminar la frase aceleró para adelantar a otro auto. Leticia no insistió. Había escapado, pero de nuevo sentía la amenaza del silencio. Se concentró en el coche, en la sensación de dominio que le daba conducirlo. Y recordó lo que sentía cuando tocaba la guitarra: la misma confianza, el mismo control sobre un instrumento que respondía a cada toque de sus dedos. Como la palanca de cambios del M5. Atravesaban juntos las calles de una Buenos Aires curiosamente silenciosa esa noche. Al otro lado del parabrisas, se sucedía una seguidilla de autos bañados en la luz amarillenta de los faroles que bordeaban la Avenida del Libertador. Tenía a Leticia a su lado, sentada en el asiento del acompañante. Sin embargo, el apoyabrazos de cuero parecía una frontera infranqueable. La miraba de reojo mientras ella escribía en su teléfono celular. Todo había ido tan bien, aunque… Leticia soltó un gruñido, como frustrada. Dejó el celular de lado, se corrió un mechón rubio de la frente y se puso a mirar por su ventanilla. —¿Todo bien? —preguntó Miguel. —Sí. Él se estremeció. ¿Acaso había hecho algo para hacerla enojar? —¿Segura? —Sí, segura. Mi mamá se puso un poco pesada, nada más. —Ya casi llegamos. Digo, por si tu mamá está preocupada porque es tarde o algo así. Leticia se encogió de hombros, su vista todavía perdida en el paisaje afuera. Miguel suspiró con alivio. “Menos mal”, pensó. El problema no era con él. Dobló la esquina para dejar Avenida del Libertador atrás y adentrarse en la zona de Palermo Chico. —No es eso… Nada, nada. No importa —masculló, y giró para mirarlo—. La pasé espectacular. No quiero que se termine la noche.

 

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *